
No sé qué horas eran, allá, a lo lejos, empezaba a despuntar luz, la del dorado, ¿amanecía?, al rato lo comprobaríamos. En la estancia nada estaba igual que ayer, el desorden era total, rozando el caos: novelas se mezclaban con manuales, cuadernillos con revistas de utilidades, textos hacían cameos con libros de consulta, en su estante, la famosa enciclopedia, se marcaba un tango de palabras con viejos diccionarios, del ordenata salía una musiquilla que todos, sin excepción, canturreaban al unísono. En el aire olía a fiesta, a 23 de abril. El día seguía avanzando, al rato, claridad total.
En el centro de la estancia, aguerridos pilotos de carreras jugaban a las espadas con piratas, romanos formaban filas ante diosas del celuloide, oficiales y currantes levantaban una gran bandera, hecha de mil hojas, decoradas con toda clase de palabras, un batiburrillo de personajes daban saltos, jugaban al escondite y a las cogidas, luego daban veloces vueltas alrededor de las mesas de lectura. Todos, y alguno más escondido, habrán salido de esos cientos de libros.
-¡Dame una palabra!,- gritaron al fondo de la sala. Ponla con otras que resalten su significado… -¡libroooo!-, dijeron, pintores de época la plasmaron en su bandera, con los más vistosos y ricos colores. Algo más tarde, completaron la frase, mejor deseos. Alguien, desde atrás no se veía claro, pronunció un discurso, resaltando qué se celebraba y por qué. Recordando autores, más personajes y, ¿cómo no?, a sus millares de lectores. Esos personajes nos convirtieron en marineros del confín de los mares, pilotos de naves estrambóticas, soldados en guerras de almohadas, bailarines en pistas heladas, y, sobre todo, nos invitaron a intentarlo otro día.
Se izó la bandera, en mástil de barco pirata, con una leyenda, para todo el que pasara, el que la viera y quisiera disfrutarla, incluidos aquellos que ni tan siquiera miraran…
¡Feliz día del libro!.
Luego, como por arte de magia, volvió la calma…
Gracias por pasarte y leerme….